Frente a, quizás, la mayor crisis global de nuestra generación, todos nos preguntamos cuánto durará y qué impacto tendrá en muertes y en la economía. Las mayorías prefieren la cautela pese a argumentos como “la pobreza mata más que el virus”
Puede ser. Pero la culpa de la
pobreza la tienen causas estructurales, no la cuarentena. Vivimos enojados con
la pobreza, pero culturalmente predomina la oposición a la idea de la riqueza
que se produce como fruto del trabajo.
Contrariamente, no hay condena
firme a los que obscenamente, muestran riqueza hecha con actividades ilícitas,
corrupción pública o “encontraron el curro, o un yeite”. Si creemos que vivir
austeramente es mejor que vivir en la abundancia, deberíamos renunciar a ella y
adaptarnos a sus límites materiales, y no consolidar una “nobleza” de
funcionarios bajo amparo del poder o revolucionarios de pacotilla.
Al elegir alternativas debemos
preguntarnos cómo superar la amenaza inmediata, y qué tipo de mundo habitaremos
pasada la tormenta. La mayoría de nosotros que aún viva lo hará en un mundo
diferente.
Para extinguir la epidemia la
tasa de reproducción (RO) debe ser baja, y la única forma de lograrlo es el
distanciamiento físico de la población general y el aislamiento de los
infectados. Relajar esas medidas podría beneficiar la economía, pero a costa de
muchas muertes prematuras.
El impacto económico será
seguramente brutal. Muchas medidas de emergencia hoy se convertirán en
elementos permanentes. Mas allá de los cambios que sobrevendrán cuando pase la
crisis hay que ver lo que ella revela sobre el presente: muertes de los más
débiles, sistemas de salud colapsados, economías paralizadas, hablan del mundo
que hemos construido. La pandemia es un igualador social y prueba de ciudadanía
en un país dividido e inequitativo que obliga a estar más unidos que nunca,
para enfrentar el dilema de salvar vidas o la economía.
Lo que nos pasa no es fruto
del azar o la mala suerte, sino del modo en que estamos viviendo. La crisis
vino a decirnos cosas que nuestra petulante sociedad no quiso escuchar. Hemos
esmerilado instituciones y presupuestos que sustentaban nuestras sociedades: confianza
en la autoridad, credibilidad en lo público, previsibilidad de un trabajo
decente, etc.
La crítica conservadora, o de
algunos sectores de clase media, de que atención médica universal significa
necesariamente menor calidad o racionamiento gubernamental, argumenta que en
una economía libre cada uno debe poder elegir.
A medida que miles de personas
choquen con hospitales que sacan cuentas sobre respiradores y camas necesarias
para evitar el desborde, y los médicos se vean obligados a tomar decisiones sobre
quién tendrá acceso a ellos, y quién recibirá solo cuidados paliativos, ese
argumento se derrumbará.
Con cálculos tan
desgarradores, aun países con atención universal han usado pautas para asignar
recursos de salud escasos. El estado de la salud pública se ha convertido en
problema de vida o muerte incluso para los más privilegiados. Cuando personas
con déficits de acceso a servicios médicos, licencia paga o vivienda digna se
enferman y no pueden ponerse en cuarentena, el virus se propaga más rápido a todos.
Los atrapados o amontonados en hogares no apropiados no pueden practicar el
distanciamiento social. Y la infección puede propagarse a través de personas
que no hemos cuidado como sociedad.
Toleramos durante mucho tiempo
un sistema de atención médica inequitativo, de resultados relativamente pobres
para muchas personas y buena atención a los que están en la cima.
Para esos pocos afortunados,
lo feo e injusto del sistema era problema de otros. Pero ahora los argentinos
de todas las clases competirán por los mismos escasos recursos de salud. Es
poco probable que su seguro premium lo haga ver más rápido en una sala de
urgencias desbordante. Los hospitales se ven obligados a posponer tratamientos
de cáncer y enfermedades cardíacas. Los más ricos pueden hallar soluciones
alternativas; las celebridades hacerse más fácilmente el test, pero nadie está
a salvo del virus hasta que todos lo estén.
La relación entre ciclo
económico y salud pública no tiene respuestas fáciles, y la pandemia
reactualiza el debate. Sí se sabe que se explica más por factores
extraeconómicos (años de educación, etc.). Y para decepción de los deseos de
inmortalidad de los ultramillonarios, el ingreso per cápita, tiene rendimientos
decrecientes en la mejoría de la salud y expectativa de vida.
Desde hace varios años se ha
tendido a valorar la elección individual sobre el bienestar colectivo. Ese
consenso debería aniquilarse para siempre con la pandemia, que ha revelado que
las inseguridades fundamentales de la vida de algunos son amenaza para todos, y
que afortunadamente el valor de una sociedad solidaria está frenando a un
virus, al cual debilidades biológicas y sociales, como la falta de solidaridad,
hubieran favorecido. Margaret Thatcher predijo: “Solo hay hombres y mujeres
individuales; no existe la sociedad”. ¿Será cierto? ¿O sufrirá el destino de
Casandra, a quien Apolo castigó haciendo que nadie creyera sus profecías, el
poder de ver el futuro, que él mismo le había concedido?
Autor: Rubén Torres es médico.
Rector de la Universidad ISALUD.
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