Sociedad -
Laboratorios del ANMAT, donde se analizan alimentos y medicamentos. Foto:
Fernando de la Orden.
En momentos
con la mayor abundancia de datos de la historia, el desafío para el cuidado de
la salud radica en identificar si podemos confiar en ellos. Porque a diferencia
de las religiones, donde alcanza con la fe, la ciencia requiere de un proceso
formal para dar por ciertas sus afirmaciones. Ante la evolución de la ciencia,
son varias las verdades que dejaron de serlo por la aparición de nuevos
estudios que demostraron lo opuesto, como la recomendación de no realizar el
rastreo de cáncer de próstata con PSA.
Otras tantas
han dejado de ser verdades sin que nada nuevo demostrara lo contrario, como la
reciente prohibición de ANMAT para la comercialización de productos con la
combinación de glucosamina y meloxicam, de uso difundido para la artrosis.
Más
preocupante aún resultan situaciones como la publicada por la BBC de Londres,
donde se comprobó que se ocultaron datos relevantes en un estudio científico
para favorecer la recomendación de colocar stents aun cuando aumentaban hasta
un 80% el riesgo de sufrir un infarto.
Tan
alarmante como identificar, como fue publicado en clinicalevidene.com, que el 50%
de las prescripciones médicas tienen efectividad desconocida; es decir, no se
sabe siquiera si las tecnologías sirven o son perjudiciales para los pacientes.
Sumado a
ello, los médicos no siempre aplicamos adecuadamente las recomendaciones, la
enorme cantidad de solicitudes de PSA o la prescripción de vitamina D son
ejemplos concretos de la distancia entre la evidencia científica y los usos y
costumbres profesionales. Un estudio de la Asociación Americana del Corazón
(American Heart Association), publicado recientemente en The New York Times,
concluyó que gran parte de los bypass coronarios y colocaciones de stents
habían sido injustificados, en un claro ejemplo de sobreprestación inadecuada.
¿Significa
ello que las nuevas tecnologías no sirven para nada? En absoluto, de hecho son
varias las tecnologías que han supuesto y suponen mejoras considerables en
términos de resultados en salud.
Pero asumir
que una tecnología es mejor por el mero hecho de ser nueva es, a priori, tan
erróneo como impedir el acceso de otras tantas solo por su costo. Se requieren
entonces herramientas que permitan identificar la verdadera innovación, los
resultados relevantes, el aporte de las nuevas tecnologías respecto a las
disponibles y determinar si vale la pena pagar el costo incremental en relación
el beneficio que generan.
Aunque
probablemente el mayor desafío radique en poner el caballo delante del carro.
Deberíamos empezar por identificar las necesidades insatisfechas en términos de
salud y recién allí identificar las tecnologías que pudieran ofrecerse como
posibles soluciones. Y no al revés, donde las nuevas tecnologías parecen salir
en la búsqueda de enfermedades en las que puedan utilizarse, sean o no
situaciones prioritarias para la población.
El proceso
actual para decidir si un medicamento, dispositivo o procedimiento puede
comercializarse en Argentina debiera ser motivo de preocupación para todos. No
solo porque hay una sola barrera para acceder al mercado, en cabeza de ANMAT,
sino porque esa barrera se levanta casi automáticamente en función del país
donde ya fue autorizada. Y porque una vez autorizada, seguramente alguien
pagará por ella y a precios que no siempre guardan relación con el beneficio
que aportan.
El futuro
cercano nos ofrece la proliferación de métodos diagnósticos “de precisión” y
tratamientos cada vez más personalizados. ¿Serán acaso tecnologías disruptivas
en el manejo de los problemas de salud o acaso más de los mismo?
Estaremos
más cerca de la verdad si la respuesta llega de la mano de procesos
sistematizados, como la evaluación de tecnologías sanitarias, que intenta
estimar el aporte comparativo de las tecnologías sanitarias a fin de reducir la
incertidumbre al tomar decisiones de cobertura.
Argentina
debate desde mediados de 2016 la creación de una Agencia Nacional de Evaluación
de Tecnologías Sanitarias y pese al aparente consenso entre los actores
afectados por ella, entre los que están los financiadores, la industria
farmacéutica y hasta los pacientes, no hemos logrado que se convirtiera en Ley.
Ha llegado
la hora de dudar de todo, de “contarle las costillas” a las nuevas tecnologías
y de aceptar que todo para todos no es posible pero tampoco necesario. Es
mandatorio identificar el valor que aportan las tecnologías para resolver los
problemas de salud de la población.
Para evitar,
como se ha dado en el caso de los medicamentos oncológicos, que generen más
beneficios para algunos oncólogos que para los propios pacientes con cáncer. Lo
necesitan las tecnologías verdaderamente innovadoras. Lo merecemos todos.
Por Esteban
Lifschitz: Director de la Carrera de médico especialista en evaluación de
tecnologías sanitarias. Facultad de Medicina de la UBA
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