En China, Tsinghua University acaba
de inaugurar un hospital que, a primera vista, parece sacado de una novela de
ciencia-ficción: un centro en el que el diagnóstico, el seguimiento y buena
parte de la atención médica no son llevados a cabo por médicos humanos, sino
por sistemas agénticos de inteligencia artificial.
La noticia de un «AI hospital» ha
sido recibida por muchos con una mezcla de fascinación y escepticismo. El
titular típico habla de «hospital atendido por robots», una imagen que resulta
muy llamativa, aunque profundamente absurda y equivocada, y que refleja mucha
de la confusión que la inteligencia artificial aún genera en la mayoría de la
sociedad. No, no
estamos hablando de autómatas vestidos de bata blanca ni de androides que nos
reciben en la consulta, sino de algo mucho más interesante y
relevante: utilizar sistemas agénticos que gestionan
información médica a una escala imposible para cualquier profesional humano.
Conviene entender bien esa diferencia.
Un chatbot es lo que la mayoría conoce: un sistema con el que
se mantiene una conversación más o menos fluida y que intenta responder a lo
que se le plantea. Un agente, sin embargo, va mucho más allá: es un sistema que
no se limita a contestar, sino que actúa. Recibe información, la contrasta con
bases de datos, la combina con la experiencia clínica registrada, se enriquece
con el feedback continuo de los pacientes y es capaz de tomar
decisiones, iniciar acciones y coordinar procesos. En un hospital de este tipo,
cada paciente es evaluado no solo por su historia clínica individual, sino
también por patrones epidemiológicos globales y por señales que emergen en
tiempo real a partir de miles de casos. El resultado es un
sistema que aprende constantemente de forma evolutiva y
que podría convertirse en una herramienta formidable para la detección temprana
y coordinada de epidemias, pandemias o cualquier crisis de salud pública.
El valor de esta idea se entiende mejor si
pensamos en las limitaciones de la práctica médica tradicional. Los médicos no
dejan de ser humanos: tienen limitaciones cognitivas, están sometidos a
jornadas largas y a estrés, y su conocimiento, aunque extenso, siempre es
parcial. La inteligencia artificial no viene a sustituir a los médicos, sino a
darles herramientas que amplían exponencialmente su capacidad
diagnóstica y su acceso a evidencias. Llevamos ya muchos años
sabiendo que la verdadera revolución de la inteligencia artificial en sanidad
no es la tontería del «robot con bata blanca», sino un ecosistema de agentes
inteligentes capaces de procesar cantidades ingentes de datos que ningún humano
podría manejar.
Esto tiene implicaciones enormes también
para la investigación médica y para la formación de profesionales de la atención médica. Un
hospital impulsado por inteligencia artificial no es solo un centro de atención
al paciente: es una fábrica de conocimiento. Cada interacción, cada tratamiento
y cada evolución clínica se convierten en datos que, procesados de manera
agregada, pueden abrir la puerta a nuevas líneas de investigación, ensayos más
rápidos y descubrimientos imposibles con los métodos clásicos. Como señalaba el World Economic Forum hace ya casi una
década, la capacidad de la inteligencia artificial para
identificar correlaciones sutiles en enormes volúmenes de datos podría
transformar tanto la prevención como la cura de enfermedades. Y la realidad es
que estamos viendo esa predicción hacerse realidad.
Por supuesto, no todo son promesas. El
despliegue de sistemas de este tipo plantea preguntas éticas y regulatorias
enormes: ¿cómo se garantiza la privacidad de los pacientes? ¿Qué ocurre cuando
el sistema se equivoca? ¿Quién es responsable? Los sesgos en los datos de entrenamiento pueden reproducir
desigualdades existentes y dar lugar a diagnósticos menos fiables en
determinados colectivos, pero esos riesgos no deberían servir de
excusa para frenar el desarrollo, sino de incentivo para diseñar con más
cuidado, con más transparencia y con más supervisión.
Cuando pensamos en un «hospital atendido
por inteligencia artificial», no deberíamos imaginar un absurdo futuro
distópico donde un robot nos recibe y decide arbitrariamente sobre nuestra vida
o nuestra muerte. Lo que deberíamos ver es una red de agentes inteligentes
trabajando con una memoria colectiva casi infinita, alimentada por datos de
todo el mundo y constantemente perfeccionada por la experiencia real de los
pacientes. Un sistema que no duerme, que no se cansa y que puede alertar con
semanas de antelación de una nueva amenaza sanitaria. Y, sobre todo, un
recordatorio de que el futuro de la medicina no está en máquinas que simulen
ser humanos, sino en sistemas que arreglen los muchos problemas de la atención
médica y, sobre todo, que hagan lo que los humanos no pueden
hacer: pensar a escala planetaria.
Fuente: Enrique Sans
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